LOS RETOS DE LA ADOPCIÓN y LA PANDEMIA. Alberto Pardo de Vera (autor del libro La luna de Addis Abeba).
La adopción es una práctica casi tan antigua como el Homo Sapiens. Baste recordar aquella película dirigida por Chapman (El clan del oso cavernario) en la que Ayla, una niña cromañón de cinco años, sola en el mundo, es acogida por un clan neandertal. En una cueva como hogar recibe el amor de Iza la curandera y de Creb, el Mog-ur o chamán. El film está basado en una novela de Jean M. Auel.
En la época romana y en la Edad Media, también se practicaban adopciones, aunque para su institucionalización y codificación hay que esperar a mediados del siglo XIX, si bien en un principio la adopción estaba considerada como una forma interesada de acceder a la paternidad o maternidad, o sea, desde el propio interés del que adopta.
En el caso de España, la adopción se incluyó en1851 en el Proyecto de Código Civil, no pudiendo adoptar ni los que ya tenían descendencia ni los eclesiásticos. Además, el adoptado no se integraba plenamente en la familia adoptiva. Obviamente, esto ha cambiado mucho, también la legislación, dando cabida a los nuevos modelos de familia, en consonancia con los cambios sociales, convirtiéndose la adopción en una institución cuya finalidad primordial es la de poder dar a un menor una familia real y plena para su desarrollo y no de satisfacer simplemente el deseo, en ocasiones interesado, de ser padres.
Entre 2003 y 2007, más de 23.000 menores extranjeros fueron adoptados por españoles, casi 5.000 cada año, solo por detrás de Estados Unidos, cayendo bruscamente después, y no solo en nuestro país. Las causas de este descenso en picado son los cambios legislativos y las mejores condiciones de los países de procedencia de los menores, junto con la crisis económica que se desató en los países adoptantes de Europa y América, que además recurren cada vez más a los tratamientos de fertilidad y la gestación subrogada.
También han jugado en contra de la adopción internacional las malas prácticas y corruptelas de uno y otro lado, llevadas al extremo de compra de niños, falsificación de documentos e incluso menores robados por las mafias para ser entregados a familias, a menudo totalmente ajenas a estos tejemanejes.
Lo anterior, unido a ciertas mejoras en sus economías, hizo que los países en desarrollo apuesten de forma más decidida por las adopciones nacionales o dentro de sus fronteras, aunque la actual pandemia es más que probable que altere la tendencia, como veremos después.
Sea como fuere, la adopción es un proceso de una gran complejidad y que requiere de unas buenas dosis de preparación y de valor, ya que parte siempre, en mayor o menor grado, de una situación de abandono, que puede generar vacío y culpa en el menor, unido a un sentimiento de inferioridad y baja autoestima. Hay que tener en cuenta que en el menor adoptado se produce una ruptura en su historia personal e incluso étnica en muchos casos, al tratarse de niños racializados. Todo ello les lleva a la imperiosa de entenderse y de aceptarse; en definitiva: de elaborar y superar un duelo. Solo así puede construir su propia identidad y su vinculación familiar.
La crisis de identidad del adoptado se manifiesta con toda su crudeza en la adolescencia, que es ya, en sí misma, una etapa muy compleja. Además, muchos de los comportamientos de cualquier menor adolescente, que tanto nos cuesta enfrentar, tienen una explicación neurológica, psicológica o fisiológica.
Los neurólogos nos advierten de que el cerebro no se desarrolla del todo hasta casi los treinta años, ya que es el órgano más complejo del cuerpo. La última parte en desarrollarse completamente es la parte delantera del cerebro, el lóbulo frontal, que es donde se gestiona la función ejecutiva: control de impulsos, juicio, empatía y organización.
Por otra parte, los adolescentes tienen áreas emocionales muy activas en la parte trasera del cerebro, en el sistema límbico, el de las emociones, la sexualidad, el riesgo, la recompensa, el deseo… Sin la capacidad del lóbulo frontal para devolver las señales que controlan estas áreas (debido a que la mielinización todavía no ha finalizado en esa parte del cerebro), los adolescentes responden el doble que un adulto ante un estímulo emocional.
Todo ello hace que los jóvenes tengan niveles muy altos de conducta exploratoria, algo que puede ser bueno pero, debido al control insuficiente del lóbulo frontal, pueden correr riesgos excesivos, al no tener la misma capacidad de juicio y de control que un adulto.
En este contexto funcional, el cerebro adolescente también puede aprender cosas negativas, como las adicciones, que están en el circuito de las recompensas. Es lo que sucede con el cannabis y el alcohol. Es bien sabido que el consumo diario de cannabis durante la adolescencia aumenta notablemente el riesgo de esquizofrenia. De hecho, en los esquizofrénicos se observa la misma falta de conexión entre el lóbulo frontal y otras estructuras.
Duelo y apego
Con lo que acabo de apuntar, cualquier familia debe estar preparada para hacer frente a la adolescencia de sus hijos e hijas, pero las familias adoptantes deben estarlo mucho más, ya que a las consideraciones anteriores acerca del desarrollo del cerebro se une una crisis de identidad en los adoptados que puede ser especialmente compleja y virulenta. Esta virulencia se mostrará a través de unas emociones y señales que no son sino la punta del iceberg que emerge sobre las aguas frías y profundas del sufrimiento y del duelo. De lo que comúnmente se conoce como trastorno de apego.
El trastorno de apego es bastante común en menores adoptados, y suele irrumpir en la esta etapa del desarrollo, una etapa de crisis natural que nos aqueja a todos, a unos más y a otros menos, con un lóbulo frontal todavía incapaz de controlar lo que sucede más atrás, en el sistema límbico, el de las emociones, los deseos inmediatos y los desafíos, como veíamos. En el caso de los adoptados todo ese desorden se multiplica por diez, sobre todo si arrastran un problema de vínculo primario o apego.
Según los estudiosos en la materia, el apego se construye en los primeros días y meses de vida, cuando el bebé toma el pecho de su madre (o el biberón en sus brazos o de quien lo cuida) y con ese acto y otros referenciales va construyendo el muro de su personalidad de vida y de colores. En caso contrario, el muro será caótico, con ladrillos rotos o inexistentes, sobre unos cimientos débiles y quebradizos.
En mi opinión, el apego viene a ser como el nuevo cordón umbilical, el que sustituye al embrionario y nos conecta al espacio de la vida, cuya nave en órbita es la madre o quien nos cuida en esos primeros suspiros anhelantes. Por ello, si el apego no existe o se rompe, el astronauta navegará sin rumbo hasta agotar el poco oxígeno que le queda.
Todo esto refuerza todavía más la necesidad de trabajar el vínculo adoptivo, que no es temprano, sino tardío, y no es natural sino deliberado, como bien señala Antonio Ferrandis, responsable de adopciones en la Comunidad de Madrid, en un debate reciente de la organización Recurra Ginso de expertos en salud mental infanto-juvenil. Es necesario aceptar _manifiesta Ferrandis_ que la historia del niño no comienza en la adopción y nos toca construir una familia desde una historia previa de adversidad.
La adopción frente al Covid
Como hemos señalado, recientemente los países en desarrollo vienen apostando más por las adopciones dentro de sus fronteras, si bien la pandemia puede alterar seriamente la tendencia, ya que se está observando un claro aumento de los casos de violencia intrafamiliar, abuso sexual y embarazos no deseados. Todo esto a causa de la interrupción de los servicios vitales de protección y de la tan necesaria escolarización de los niños y, especialmente, las niñas.
La adopción ha sido siempre una respuesta, más o menos acertada, a la realidad de menores víctimas de experiencias de abandono y adversidades de todo tipo, sobre todo en países en desarrollo. En los últimos años estos países han puesto trabas a las adopciones internacionales, frente a las nacionales, que desean reforzar. No es menos cierto, sin embargo, que, en territorios como Uganda, a pesar de las buenas intenciones legislativas en esa dirección, las oportunidades de muchos niños se verán muy comprometidas si permanecen en el país, ya que hay muchos menores abandonados cuyo único rayo de esperanza es que aparezca un extranjero dispuesto a llevárselos. Otro ejemplo es Argelia, donde hay miles de niñas y niños abandonados por sus propios padres o por sus abuelos. Son menores procedentes de relaciones extramatrimoniales y que en el mejor de los casos pasan a acogimiento provisional. Situaciones similares se dan en otros muchos países en desarrollo.
En cuanto a la pandemia, sus efectos en los países adoptantes son más bien logísticos, mientras que en los países de origen de los menores son infinitamente más crudos, debido a:
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interrupción de servicios vitales
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aumento de los casos de violencia intrafamiliar
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aumento del abuso sexual
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embarazos no deseados
Los sistemas de protección de la infancia en estos lugares ya mostraban carencias para prevenir y responder a la violencia contra los menores, especialmente las niñas, pero la actual pandemia mundial ha agravado el problema y ha hecho imposible su protección. Sin el colegio, sin las demás actividades cotidianas y sin los servicios sociales, los menores son más vulnerables a los abusadores, que además en la intimidad del confinamiento pueden actuar con mayor impunidad.
En toda el África subsahariana, el cierre de escuelas ha afectado ya a un millón de niñas, provocando un aumento en el número de embarazos, ya que la escuela es el único lugar que las puede salvar de la violencia y la explotación. Por si fuera poco, en muchas comunidades pobres, las niñas de las familias con menos recursos se ven obligadas a tener relaciones sexuales con hombres mayores para conseguir dinero, transporte, comida o ropa.
El Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA) advirtió de que, en países de ingresos bajos y medios, suspender los servicios de planificación familiar habrá provocado durante la pandemia millones de embarazos inesperados.
Recientemente, el diario El País daba cuenta de la situación en Kenia, donde, como era de esperar la pandemia está provocando un aumento de los abortos clandestinos y el abandono de bebés. Kenia cerró las escuelas en marzo para ayudar a contener la expansión del virus, un cierre que dejó a unos dieciocho millones de estudiantes fuera del sistema durante muchos meses, y a un buen número de chicas en situación vulnerable frente a la violencia sexual y de género.
Otro ejemplo es México, donde el embarazo infantil es un problema de salud pública relacionado principalmente con la violación, que durante la pandemia el problema se ha agravado, a pesar de los esfuerzos del Ministerio de Salud. Lo mismo que en Bolivia, Ecuador, Perú y en todo el cono sur.
Debemos estar preparados. «La Luna de Addis Abeba»
Desde los países con una mayor resiliencia ante la pandemia debemos estar preparados para, tal vez, una mayor necesidad de acogimiento de menores en situación de abandono, a través de la adopción u otros mecanismos, como los apadrinamientos, que tienen la ventaja de no hurtar al menor de su entorno familiar, siempre y cuando tengan una familia.
En cuanto a las adopciones, prácticamente la única salida frente al abandono, algunas reflexiones pueden ayudar a enfrentar sus retos, como la que desde aquí quiero proponer: La Luna de Addis Abeba.
El libro, de lectura fácil, cuenta la historia de Asha, una niña adoptada a los cuatro años en Etiopía que, tras un período de adaptación perfectamente normal y grandes éxitos académicos y deportivos, cae en una profunda depresión en la adolescencia, manifestando con toda su crudeza el conocido como síndrome de apego.
A partir de ese momento, se abre para ella y sus padres adoptivos un largo viaje en el que se entremezclan los afectos y los rechazos, la lucha constante, los sueños y la realidad disociada, como un puzle desordenado que se refleja también con toda su carga y sinceridad en los escritos de la protagonista.
Las fases de la luna son el hilo conductor de esta historia real, desde una gozosa luna nueva, hasta que irrumpe el eclipse en la vida familiar de la adolescente, tiñendo de sombras su identidad que, como el astro, va menguando hasta su renacer gozoso en luna de sol, tras un viaje de ensueño con sus padres al país que la vio nacer.
Todo ello contado en primera persona por Alfredo, el padre de Asha, desde una perspectiva pedagógica, pero también de sentimientos y de aventura, de bucear en las aguas entre turbias y apasionantes de la psicología, con el trasfondo del país africano y sus maravillas. Una obra que pretende entretener y transmitir luz y esperanza a las personas que sufren por su identidad y no solo a las adoptadas, y a las familias que las acompañan en su reconstrucción.